Luis Zarraluqui Navarro, Socio-director de ZARRALUQUI ABOGADOS DE FAMILIA.
Fuente: Actualidad Jurídica Aranzadi
Se trata de proteger a la parte más débil en este tipo de procedimientos
No hay nadie que conozca mejor la situación real de su familia que los propios progenitores
Todo el derecho de familia, tanto a nivel nacional como internacional, gira en torno al “beneficio del menor” cuando lo hay. Pero ¿qué entendemos por el beneficio o el interés superior del menor (otra manera de denominarlo)? Esa es la “pregunta del millón” a cuya respuesta tantas páginas y tanto tiempo dedicamos todos aquellos que, de una u otra manera, intervenimos en estos procedimientos.
La dificultad en determinarlo es tremenda; en los procedimientos contenciosos, es posible encontrarnos hasta con ¡¡SEIS!! (y si hay apelación, siete) interpretaciones distintas del mismo concepto; las que realizan el Juez, el Ministerio Fiscal, cada uno de los progenitores, el equipo psicosocial que interviene, y hasta el propio menor, cuando es explorado judicialmente.
No cabe duda que un término que puede ser definido de tantas maneras distintas, produce una tremenda inseguridad jurídica – contraria al artículo 9.3 de nuestra Constitución – y favorece la subjetividad e incluso la arbitrariedad. Pero, si por fin se logra definir en un caso concreto – ya se de mutuo acuerdo o contencioso – y se avala por una sentencia firme, debería tener esa vocación de permanencia que caracteriza a este tipo de pronunciamientos; deberíamos estar tranquilos porque hemos llegado al fin del problema.
Pero, ¿a qué se debe esta tremenda preocupación por “el beneficio del menor”? La respuesta no es tan simple. A primera vista, podría responderse diciendo que se trata de proteger a la parte más débil en este tipo de procedimientos. Pero, ni eso siempre es verdad ni, desde luego, es toda la verdad. Lo primero porque, en muchas ocasiones, los profesionales que nos dedicamos a esta materia observamos como el resultado de un procedimiento de este tipo deja en mucha peor situación a uno de los progenitores (por edad, por falta de recursos, etc…) que a los menores que – al menos en teoría – son queridos por ambos progenitores e incluso gozan de una protección oficial (el fiscal). Y, en segundo lugar, porque “el beneficio del menor” – en una legislación de familia tan mala y mejorable como la nuestra – provoca dos injustos efectos automáticos: el uso del domicilio familiar (sin importar su titular ni sus características – aquí la casuística es tremenda y daría para varias temporadas de una serie de Netflix –) y el recibo de una pensión de alimentos. Todo ello ante la pasividad de un ejecutivo – todos los ejecutivos – más preocupado por … la custodia de las mascotas.
Visto lo anterior ¿no debería darse por cerrado aquel supuesto concreto en el cual ambos progenitores, suficientemente asesorados por sus respectivos letrados, coinciden en un determinado régimen de custodia, lo someten al examen y aprobación del Ministerio Fiscal, que también coincide con ellos, y finalmente es aprobado por el Juez y convertido, al no haber sido apelado, en sentencia firme? No olvidemos que (i) no hay nadie que conozca mejor la situación real de su familia que los propios progenitores y, además, al menos teóricamente, son los máximos interesados en el beneficio de sus hijos y (ii) el Convenio Regulador que se presenta en el juzgado, no tiene por qué ser aprobado automáticamente sin más; hay profesionales responsables que, incluso, examinan el documento, con todas las partes, en Sala para confirmar que no hay problemas en su interpretación o aplicación y que, efectivamente, supone el “beneficio del menor”.
Pues bien, en la práctica, se están admitiendo ilegales modificaciones de esas inamovibles sentencias firmes basadas, exclusivamente, en el teórico nuevo “beneficio del menor” alegando, unilateralmente y sin más argumentos, que como el Tribunal Supremo establece que el mejor de los regímenes de custodia posible es el de custodia compartida, AHORA “quiero modificar el tipo de custodia”. Y no me refiero a los procedimientos de modificaciones de medidas producidas por circunstancias nuevas, posteriores, imprevisibles o sobrevenidas, permanentes y ajenas a la voluntad del que la pretende, como recoge la pacífica doctrina del Tribunal Supremo. No cabe duda que, con esta permisibilidad, se está favoreciendo el engaño; no nos olvidemos que, en la mayoría de los casos, los convenios de mutuo acuerdo son fruto de negociaciones y, como tales, no debe ser posible cambiarlos unilateralmente.
Estas modificaciones ilegales – que “anulan” sentencias firmes – vienen “amparadas” por:
1º.- unos informes de equipos psicosociales que, en el mejor de los casos y tras demoras de, incluso, ¡¡18 meses!!, son realizados tras dos entrevistas personales y un test de respuestas múltiples,
2º.- un Ministerio Fiscal y un Juez, que, apoyándose en ese informe técnico, deciden hacer, incluso sin celebrar el juicio, lo que dice el “sacrosanto” informe; en definitiva, lo fácil y/o
3º.- la exploración de un menor – frágil, manipulable y sujeto, frecuentemente, a conflictos de lealtad entre los progenitores – cuya voluntad no tiene por qué coincidir con su beneficio.
Triste bagaje para la modificación de una sentencia firme. Larga vida para la sentencia firme (¿o no?).